Pelequén, agosto de 2025 — No es un desfile, ni una estampida. Es una marea. Una marea humana de gente de fe, con las caras enrojecidas por el sol y los zapatos cubiertos de polvo. Aquí no hay lujos, ni grandes ceremonias; solo la religiosidad popular que brota de cada paso. El aire huele a pan amasado, a incienso, a velas recién encendidas. Un olor a esfuerzo y a promesa cumplida. Esto se vivirá a partir del viernes 29 de agosto cuando se inicien los festejos de Santa Rosa de Lima en Pelequén, comuna de Malloa.

Los noticiarios hablan del «Plan de Seguridad», de la «gestión del tránsito», de los números. Pero, parado aquí, en la entrada del Santuario, uno entiende que los números no importan. La historia no está en los 300 mil peregrinos, sino en cada uno de ellos. En la abuela que avanza con un bastón, en el padre que carga a su hijo dormido, en el joven que camina descalzo. Son pies de barro y cara sucia, sí, pero con una fe intacta que les ilumina los ojos.

La gente del pueblo, los locatarios, son el alma de la fiesta. Sus puestos no son solo un negocio; son una parte del ritual. Ofrecen agua, dulces, figuras de yeso de la Santa y esa conversación genuina que hace sentir al peregrino un poco más cerca de casa. Son los anfitriones de un evento que no les pertenece, sino que los transforma.

El Padre Juan Carlos Farías, con su voz suave, hablaba de «vivir esta experiencia con responsabilidad», y es justo lo que ves. Una responsabilidad que no está escrita en un manual, sino en el respeto tácito que se respira en el aire. La gente cede el paso, comparte el agua, se ayuda a levantar.

Esta es la belleza de la fe de a pie, la que no necesita sermones, solo ejemplos. Es la fuerza de los miles que rezan por un mejor porvenir, de los que creen en los milagros con una convicción que es tan simple como respirar. Y en medio de todo este caos ordenado, uno se da cuenta de que no hay nada más hermoso que ver la fe caminar.

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